Girona, Gerona o el sentido común


Uno de los efectos que tuvo en España el paso de la dictadura franquista a la democracia, allá por los años setenta, fue el de empezar a considerar, de manera inmediata, como democrático, progresista, evolucionado y saludable todo aquello que hubiera sido perseguido por el régimen anterior. Daba igual su naturaleza intrínseca: si había sido combatido por el franquismo se convertía necesariamente en algo bueno, en algo que ahora había que proteger y mimar. De esta forma se metían en el mismo saco cosas buenas y cosas malas, y se daba a estas últimas un reciclado moral, una regeneración: cartas de honorabilidad. Así pasó por ejemplo con el nacionalismo y el separatismo, una de las mayores lacras filosófico-ideológicas que ha tenido que soportar el hombre a lo largo de sus historia, responsable de infinidad de daños y problemas, cáncer latente dinamitador de cuantos sistemas políticos lo han tenido que albergar, para su desgracia, y origen de un sinfín de conflictos políticos e incluso bélicos. No parece probable que de haber obrado de otra manera este problema, presente en España desde el siglo XIX, hubiera desaparecido sin más, como por arte de magia. Pero de ahí a decidir abrazarlo con entusiasmo desde las mismas instituciones que los nacionalistas pretenden en última instancia resquebrajar con su separación, dista un abismo. Los nacionalistas, por definición, no estarán nunca contentos mientras no se reconozca al que consideran su territorio como nación al margen de la nación española. Si uno no está dispuesto a esto (para empezar porque discute que tal idea sea hegemónica en ese territorio, porque sospecha que la beligerancia de los separatistas, minoritarios en principio, ha ido arrastrando poco a poco a una mayoría pasiva, más preocupada por su día a día que por estos temas políticos, y porque sabe que en definitiva hay que partir de establecer un todo para arrancar cualquier forma de gobierno y considera que por razones históricas, culturales y sociales, el todo más razonable es el del conjunto de lo que desde el siglo XV se viene denominando España - de la misma forma que los separatistas no aceptan subdivisiones de lo que consideran "su todo"), tratar de contentarlos con zarandajas y pequeñas concesiones - que poco a poco los van acercando a su objetivo -, resulta un ejercicio absurdo, de profunda ingenuidad. Tarde o temprano uno será consciente, si no está dispuesto a transigir con su separatismo, de que a los nacionalistas tiene que combatirlos - dialéctica, argumentativa y legalmente, por supuesto -, no contentarlos. Porque no puede.

Pero el caso es que venimos jugando a esto de complacer al nacionalista desde hace ya más de tres décadas y no parece que nos cansemos. Así, hace algunos años, un gobierno de izquierdas (socialista) decidió por ejemplo legislar sobre la lengua - algo insólito hasta ese momento - y establecer que, en documentos oficiales, los nombres de lugares de Galicia y Cataluña (del País Vasco no, no sabemos por qué razón) debían escribirse con la forma de la lengua propia de esas dos comunidades. Y es de recalcar que se tratara de un gobierno de izquierdas porque si resulta penoso el compadreo con los nacionalistas desde las instituciones centrales, el hacerlo además siendo defensor de una ideología - la de izquierdas - que debe poner por delante de todo al individuo y combatir, como ha hecho toda la vida, las tendencias que priorizan los derechos de grupo frente a los del individuo, cae ya dentro del esperpento y el delirio. (Otra vez, el haber sido compañeros de persecuciones durante el franquismo da pie al absurdo de aliarse con quien en el fondo también se opone a ti). En definitiva: lo que en español había sido siempre Gerona pasaba a ser Girona, y lo que había sido siempre Orense pasaba a ser Ourense.

(Sigue en Girona, Gerona o el sentido común - parte 2)

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