El Mariquelo de Salamanca


El Mariquelo de SalamancaOtra de las mil historias que pueblan la memoria de esta vieja ciudad que es Salamanca. El 31 de octubre del año 1755 tuvo lugar, cerca de las costas de Lisboa, un colosal terremoto, uno de los más grandes que ha asolado Europa en toda su historia. La capital portuguesa fue hecha añicos por el seísmo y Salamanca, una de las ciudades españolas más próximas a la urbe lisboeta, sufrió también, aunque en menor medida, sus efectos. Cuentan que el temblor de la tierra fue tan grande que hizo sonar las campanas de la torre de la Catedral Nueva, (terminada apenas veinte años antes, en el 1733, tras siglos de construcción), trasmitiendo a la población la sensación de que se la convocaba a refugiarse allí, como el lugar nuevo, robusto y seguro a fin de cuentas, que era. También la búsqueda de la agrupación de la comunidad cristiana bajo techo sagrado, con la posible percepción que ello podía dar de protección divina, contribuirían a la efectividad del "falso" llamamiento. Muchas de las esculturas que vestían las fachadas y paredes externas de la catedral se fueron al suelo - su ausencia es todavía, hoy por hoy, clamorosa - y la misma torre se inclinó, amenazando con caer del todo. Sin embargo, nadie de los allí presentes perdió la vida, y aquello fue celebrado como un milagro fruto de la intervención divina.

El cabildo catredalicio (el responsable eclesiástico de la catedral), decidiría poco después que si milagro había sido, como milagro debía recordarse y celebrarse año tras año en adelante. Ordenó que todos los 31 de octubre - víspera además del día de Todos los Santos - se recordara el evento haciendo que alguien subiera a lo más alto de la torre e hiciera sonar todas las campanas, incluso la más alta, la llamada "Campana del Reloj", instalada en una pequeña cúpula que remata la cúpula principal ("La Cupulina", accesible solamente desde el exterior de la catedral). De esta forma se daba gracias a Dios por la protección dada a los salmantinos en la fecha conmemorada y de paso se aprovechaba para medir la inclinación de la torre, con el objeto de vigilar su evolución (de hecho, la torre tendría que ser reforzada interior y exteriormente para evitar el derribo).

Los encargados de subir a la torre cada 31 de octubre fueron los Mariquelos: los miembros de una familia que hasta entonces se había dedicado a hacer sonar las campanas de la catedral cuando procedía (y que vivían dentro de ella). Generación tras generación, los sucesivos miembros de la familia mantuvieron viva la tradición a lo largo de los años hasta 1976, año en que el último descendiente, Fabián Mesonero Plaza, llevó a cabo la última ascensión. Después de aquello, se dio por sentado que la tradición llegaba a su fin y se perdería definitivamente.

Unos años más tarde sin embargo, en 1985, un joven llamado Ángel Rufino de Haro, procedente de la Escuela de Tamborileros de Salamanca, volvió a subir, de nuevo el 31 de octubre, ataviado con el traje charro tradicional y con la gaita y el tamboril (instrumentos típicos salmantinos), llegando a lo más alto de la torre de la Catedral Nueva para tocar la Campana del Reloj, trepar después un poco más hasta la veleta que corona el pináculo de la torre y desde allí hacer sonar una charrada durante un cuarto de hora, como marcaba la tradición que de esta manera estaba resucitando. Con esta hazaña además, Ángel Rufino de Haro se convertía en heredero y depositario del título de "Mariquelo de Salamanca" que se había perdido con la desaparición de aquella estirpe.

Han pasado 25 años de aquello y ayer Ángel Rufino de Haro, Mariquelo de Salamanca a fecha de hoy, realizó su XXV ascensión consecutiva a la torre de la Catedral Nueva. A lo largo de estos 25 años, El Mariquelo ha ido incorporando nuevos ritos a la tradición, como el de soltar una paloma desde La Cupulina o el de hacer un discurso para recordar algo o a alguien en particular y dedicarle el ascenso por el motivo que sea (este año, por ejemplo, el recordatorio ha sido para los toreros y ganaderos salmantinos y para los responsables municipales del Colegio de Armenteros). Evidentemente, el tiempo pasa su factura y Ángel Rufino, rondando ya la cincuentena, no es el joven que años atrás se lanzara en escalada al rescate de una tradición que se sumergía en el olvido; en la subida de ayer, sin ir más lejos, la prudencia le ha obligado a finalizar su ascenso en La Cupulina y no continuarlo hasta la veleta. Pero la labor de recuperar esta perla del folclore salmantino y de consolidar dicha recuperación después, parece estar cumplida y ya se apuntan posibles futuros sucesores, por ejemplo entre sus alumnos más aventajados. Se trata pues del rescate de una tradición en alguna medida histórica para Salamanca y la ciudad le debe por ello un verdadero y sincero reconocimiento y agradecimiento.

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